The Brooklyn Navy Yard, los antiguos astilleros de Nueva York donde Santi Moix (Barcelona, 1960) tiene su estudio, da título a la exposición que el artista presenta en la galería Carles Taché de Barcelona. Con cuadros de gran formato y “tatuajes” en las paredes, Moix ha llenado de flores, rebosantes de vida y color, la luminosa galería. Empezó pintando flores para satisfacer las últimas voluntades de un amigo, pero pronto se convirtieron en un reto para el artista catalán, que fue descubriendo en ellas el lenguaje de la naturaleza, de la vida y de la muerte y el camino hacia la búsqueda de un mundo interior. [Foto: Ximena Garrigues]. Marga Perera
Son unas flores preciosas… La exposición se basa en el tema floral, algo que surgió hace más de dos años a partir de una colaboración con el pintor Jo Watanabe, ya retirado, quien hizo la obra gráfica con la Pace Gallery y trabajó mucho con Sol Lewitt. Hicimos un proyecto conjunto con una serie de explosiones de color, que llamamos Rippling, y fue muy agradable trabajar con él. Desafortunadamente, una grave enfermedad le hizo sentir que llegaba al final de su vida – aunque actualmente está recuperado– entonces pidió a la Pace que antes de volver a Japón y retirarse le gustaría trabajar en un nuevo proyecto conmigo. Fui a verle y me contó esta historia: “hace muchos años tuve la oportunidad de comprar un dibujo de un niño de doce años, un ramo de flores, y toda la vida me he arrepentido de no haberlo hecho. Al conocerte he visto a aquel niño y estoy convencido de que tú podrías pintar ese ramo”.
¡Qué historia más bonita! Sí, pero en aquel momento me quedé un poco perplejo preguntándome si iba a tener que ponerme a pintar flores… porque yo estaba entonces con otras ideas muy distintas; decidimos intentarlo y me dijo que se trataba de que me sintiera libre y cómodo pintando, que empezaríamos a comprar ramos de flores… Con eso ya me estaba diciendo que tendría que pintar directamente del modelo; esto lo había hecho hacía muchos años y sí que dibujo mucho del natural cuando viajo, claro, pero no pinto con modelo. Así que empecé a pintar flores; teníamos una nevera grande para que se nos conservaran, y dediqué un invierno, tres meses, a pintar flores. Al principio lo pasé mal, con unos ataques de ansiedad… [dice sonriendo], pero cuando conseguí establecer la conexión con lo que él quería, que era tratar de la vida y la muerte, el proyecto empezó a mejorar. Vi que cada flor podía ser como una galaxia, como una explosión de luces, de polvo, de ramas rotas… era impresionante porque yo no pintaba sobre papel sino sobre un acetato transparente duro y con el óleo conseguía unas texturas sorprendentes de las flores y de los tallos; el propio plástico me ayudaba a entender mejor las flores, cada pincelada era como patinar sobre hielo.
Y esta experiencia se convirtió en un reto… Con el tiempo la flor se convirtió para mí en una obsesión; entonces entendí por qué los grandes maestros tarde o temprano las han pintado. Fue un reto pero creo que me ha hecho mejor pintor… He aprendido que la pintura tiene mucha relación con la naturaleza, tienen la misma dirección, desde dentro hacia fuera. Entendí que Jo [Watanabe] se estaba muriendo –entonces él pensaba que no sobreviviría– y que la flor para él era el nacimiento y el momento final; a partir de ahí, todo fue surgiendo de manera natural. Después, estos acetatos pintados los imprimimos sobre papel y fue un trabajo bonito, que ayudó a ver que la flor es una ciencia exacta. Esto lo expuse en la Pace Gallery y quedé muy contento; los acetatos pintados los he conservado, tengo unos 150 y a partir de todas estas transparencias puedo componer los ramos que yo quiera; con un lirio, una rosa…. Al tener todo este material empecé a pensar en utilizarlo y no he parado de pintar flores, que se han ido distorsionando sugiriendo otras formas del mundo orgánico, como cebollas, cactus, musgo, girasoles… y estos girasoles envejecidos incluso pueden recordar planetas…
¿Cómo surgió este mundo planetario? Cuando estaba haciendo este proyecto, me invitaron al festival de fuegos artificiales Hanabi, que se celebraba en la ciudad de Nagaoka, para ver si me inspiraban y podía idear algún proyecto sobre ellos. Y vi que era lo mismo; cuando ves un cielo que llora fuego y que hace una explosión… es la vida y la muerte y eso une a todo el mundo; al volver de Japón hice un proyecto sobre los fuegos artificiales, muy abstracto, y lo apliqué a las flores porque en definitiva los fuegos artificiales y las flores son juegos de luz que nacen, se abren y mueren. Las flores las han tratado los grandes maestros llevándolas mucho más allá para reflexionar sobre la muerte, el sexo, la naturaleza… hay emociones profundas detrás de las flores. Una flor es el primer acto de amor y está llena de poesía; con ellas puede decirse mucho y cosas poderosas; teniendo en cuenta el momento político que vivimos, he querido dedicar la exposición a una idea que aglutine a todo el mundo.
En este cuadro, una de las flores sugiere una cara divertida Sí, es una cara que es un girasol; para mí representa la idea de ver la vida sin miedos y con cierta actitud divertida, que es lo que básicamente intento hacer cada día cuando voy al estudio. Me gusta hacer esto porque creo que no soy propietario de lo que hago ni quiero imponer criterios a nadie para que interprete lo que yo quiero; por ello, las flores y los fuegos artificiales me han ayudado a evolucionar en mi propio mundo interior y en mi trabajo sin tener que convencer de nada a nadie. Estas flores grandes son lo que yo tengo en pequeño en mis acetatos. He tenido que buscar una solución para hacer murales inmensos sin que haya que arrancar las paredes o tener que taparlos. Cuando hice la exposición de Mark Twain en Barcelona arrancaron los dibujos para conservar el original, y en el Museo de Brooklyn tienen un dibujo inmenso mío y han puesto una pared falsa para preservarlo. Entonces pensé que tenía que encontrar una técnica que no sólo me permitiera salir del estudio y viajar sino que pudiera hacer una intervención en las paredes de modo que formara parte del espacio arquitectónico como algo más conceptual. Utilizo una pintura no acrílica, que no brilla, y luego lo pego, y cuando estuve pintando la ermita del Pirineo descubrí que son los pigmentos y materiales que utilizan los restauradores para preservar los frescos. Lo que yo hago es sustituir los frescos, no hace falta hacer más strappo, ni arrancar la pared, puedo arrancarlo con los dedos con facilidad y volver a pegarlo las veces que quiera. ¡Es indestructible!. Es lo que Leonardo da Vinci y Miguel Ángel hubieran querido hacer [dice sonriendo]. Hice un Gargantua y Pantagruel inmensos con todos los detalles de dibujo y es como un tatuaje para la pared y eso me permite tener movilidad y no estar tan atrapado en la logística del estudio.
Vivió en Japón varios años Sí, aquella estancia me influyó en muchas cosas, especialmente por lo enriquecedor que es conocer otra cultura. Como pintor me influenciaron estas composiciones verticales y diagonales propias de la pintura tradicional japonesa… pinté mucho en blanco y negro porque viviendo lejos, tenía que enfocarme más en encontrar mi propio lenguaje y en este sentido el color era como un estorbo. También me ha ayudado en temas de gastronomía, cómo cortan las frutas y los vegetales, cómo tratan el pescado, la cultura de los cuchillos, la crueldad entre comerse un ser casi vivo y al mismo tiempo el respeto que le tienen, la religión
en relación con la canción… hice viajes largos con personas que dominaban estos temas; me ayudaron mucho los grillos porque pasábamos las noches en los templos… Como estuve desde los 17 años hasta los veintitantos, una edad en la que estás atento y receptivo; a todo esto se añaden mis recuerdos de infancia, cuando iba a Conca de Barberà con la mula desde el pueblo a la ermita; todo queda…
En Japón conoció al poeta Takahashi Mutzuo, con quien recorrió el país ¡Oh! es un tesoro nacional viviente, incluso toma el té con los emperadores. Nos vimos hace un año y medio.
Tiene una expresión muy serena Sí, y tiene una manera de caminar muy bonita. Como viajamos juntos durante mucho tiempo, intentaba ponerme detrás suyo, tiene las orejas grandes y camina con elegancia, además, es un nómada, no para de viajar. Por su manera de andar podría ser un japonés o un marroquí que sube por las piedras sin hacer esfuerzos, tiene una gran verticalidad. Me ayudó mucho ¡y eso que no hablábamos! Por entonces yo no hablaba inglés y él tampoco…
Takahashi estudiaba la teoría de Pitágoras sobre las habas, ¿eso le influenció? Sí, entonces empecé a pintar habas y empezaron a surgir como unos agujeros en mis cuadros, que todavía aparecen. En realidad, las habas fueron la excusa para encontrar un agujero, una forma de entrar en el lado oscuro y desconocido de las cosas, un mundo interior, que no fuera tan obvio, como se dice en inglés, in-between, explicar las cosas de una forma más escondida y no tan literal; me gustó la idea de que en una isla se produzca una guerra civil porque las habas son portadoras de los espíritus de los muertos y me asombra que una cosa tan pequeña pueda trastornar el mundo [dice sonriendo].
¿Qué le llevó a Nueva York? La curiosidad. Tenía un dinero después de haber vendido un cuadro y me fui para un mes y medio, haciendo un intercambio con un amigo. Aquello me gustó tanto que no encontraba el motivo para volver. Nueva York me ha aportado disciplina; no fue fácil, pero me di cuenta de que allí hay gente que está siempre muy atenta, ya no se trata solamente de una cuestión económica y de mecenazgos; el americano es una persona generosa, curiosa, tiene ganas de conocerte, de saber qué piensas y espera que tú hagas el mismo esfuerzo; te estudian, saben quién eres y van a ver las exposiciones. Pero es un país que no pierde el tiempo y si no haces este esfuerzo, se te pasa ya el momento. Es una cultura que me atrae, aprecio su curiosidad y deseo de saber. Pero hay que ser generoso, porque eso va en dos direcciones; quizás nosotros tenemos tendencia a explicar lo nuestro y a no preguntar. A veces mis amigos americanos me dicen ¿por qué los españoles, cuando vienen aquí, tenemos que preguntarles nosotros y ellos no nos preguntan nada? La primera vez no hice caso, pero cuando te lo dicen personas diversas… Una de las cosas que he aprendido en Nueva York es que es un sitio perfecto para trabajar y concentrarte, que te da mucho, pero cuando llegas a una cierta edad, y tu familia está allí, buscas otras cosas, vas a otro ritmo, no sientes la ansiedad de que te estás perdiendo algo porque tú ya también estás dando. Nueva York también da treguas.
¿Cuáles son sus preocupaciones como artista? Mi hijo me pregunta por qué me dedico a pintar. Mira, si soy capaz de generar ilusiones, de transmitir optimismo, de que la gente tenga la capacidad de maravillarse ante las cosas, algo precioso que el niño pierde rápido, ya me siento contento. Mi obra va cambiando a medida que
lo hacen mis intereses. Me inquieta la idea de volverme inamovible.
Ha trabajado también para el sector del lujo, ¿qué diferencia hay con el día a día del trabajo en el estudio? Que te lo hacen todo fácil; ponen todos los recursos del mundo, ellos están encantados y yo también. El lujo está también en poseer un cuadro pequeño o escuchar una música. Hay quien tiene la capacidad económica para hacer encargos y eso es maravilloso; es lo que hacían los Papas y los Medici, pero no hay que hacer de bufón.