Ouka Leele es el nombre de una estrella de una galaxia imaginaria adoptado como firma por Bárbara Allende Gil de Biedma (Madrid, 1957) desde comienzos de los 80. En esta entrevista, la artista, distinguida en 2005 con el Premio Nacional de Fotografía, repasa toda su trayectoria, desde su histórica serie Peluquería (1979) hasta su último proyecto A donde la luz me lleve (2015) y recuerda cómo surgió la técnica que le haría famosa, las imágenes en blanco y negro coloreadas manualmente. Marga Perera
¿Cuál es su primer recuerdo memorable con el arte? De niña me emocionaba visitar el Prado, se me saltaban las lágrimas ante las pinceladas de las telas de El Greco, que yo sentía como una sublime y emocionante abstracción; allí descubrí que en un ropaje, en sus pliegues, luces y sombras había todo un lenguaje sin palabras. Más niña aún, cuando empezó a haber televisión en mi casa, me recuerdo jugando en el suelo y una señora que nos cuidaba me gritaba diciendo “¡pero por qué no miras la tele!” Yo, por negación a su antipatía, tenía por norma no mirar la televisión, pero… había, a veces, algo que me obligaba a levantar la mirada y quedarme absorta y era cuando en los noticiarios o el Nodo, como se llamaba entonces, aparecía Dalí en plena acción; ahí tenía que desobedecerme a mí misma en mi férrea postura de no satisfacer a la ogra cuidadora, y quedarme embelesada ante la manifestación del arte que Dalí representaba con su persona e inspiración.
¿Cuándo y cómo empezó con la fotografía? Por casualidad, sin buscarla. Yo quería, desde niña, ser pintora, inventora de colores. Reconozco que me apasionaban y atraían todas las ramas de las artes. Al terminar el colegio, empecé a prepararme para la carrera de Bellas Artes y asistía incontables horas a academias de pintura, dibujo y escultura; volvía siempre con la nariz manchada de carboncillo por dentro y por fuera, las uñas llenas de colores de la pintura y algún pegote de barro. Recuerdo que mis compañeros me pedían que les retratara, pues en segundos y con pinceles y los dedos llenos de óleo les retrataba en esencia. Un compañero se empeñó en que tenía que ir a conocer una escuela de fotografía que me iba a encantar. (Siempre digo que de lo único que me arrepiento es de las cosas que he hecho inducida por otros y no buscadas por mí, y creo que esta es una de ellas y el arrepentimiento no acaba de llegar). Fui y vi el papel en el líquido revelador y quedé cautiva; la paga que me daban mis padres para ropa, cine y transportes, la invertí en pagar la escuela. Buena inversión pues yo sabía y creía firmemente que todo artista contemporáneo tenía que saber hacer fotos, estaba convencida de ello, pensaba yo que como apoyo a mi trabajo de pintora. Y ya en esa escuela los profesores me vieron como la joven promesa, mis fotos eran tan puras y adolescentes, sin ningún tipo de manierismo, que les daban muchas esperanzas como renovadora de la imagen fotográfica en nuestro país. Así que muy joven me llevaron a Arlès, a Nueva York… tendría yo 17 años cuando todo este rapto de la fotografía comenzó en mi persona. Siempre quise escapar de ella pero cada vez me ataba con nudos más fuertes. Todavía hoy sueño con escapar. Siempre me he reinventado, siempre he vuelto a nacer, y pasé muy pronto de ser esa joven purista de mirada nueva de fotografía en blanco y negro a ser una creadora de un lenguaje que mezclaba colores contundentes con fotografía. Los que habían creído en mí; se echaron las manos a la cabeza al ver cómo desperdiciaba mi talento de fotógrafa mezclándola con la pintura, pero las pasiones no pueden ahogarse, son como ríos y la pintura es una pasión.
Usted empezó haciendo fotografía en blanco y negro, ¿qué le llevó a pintarla? La pasión por la pintura, el aborrecer la fotografía en color que tenía ese color característico nada real. Necesité pintarlas. Empecé siendo muy pobre monetariamente y como revelaba yo mis fotos en blanco y negro, pintarlas era la manera de tener fotos en color sin coste. Las acuarelas duraban mucho. También recuerdo que una revista me pidió una portada en color y tuve que pintarla. La mezcla de fotografía en blanco y negro y pintura se parecía mucho más a lo que yo sentía. Sabes… he dado muchos cursos y talleres sobre pintar fotos, pensé que me copiarían, pero no es fácil, es como si fuera un lenguaje muy mío, y creo que es por la forma de usar el color, por la gama de cromías, las mezclas. Y hablando de mezclas, por la mezcla de la imagen que no es cualquier imagen, sino todo lo que hay en ella, mezclado con fotografía. La fotografía me da esa parte de realidad que hace que el espectador sepa que
eso ha existido, ha sucedido. Y eso me parece esencial, esa parte documental me encanta. Y luego al pintarlas las hago todavía más mías, más reales, más parecidas a lo que yo veo y siento cuando tomo la foto, y a lo que recuerdo.
En los años 70 usted vivió en Barcelona, donde pudo tener más contacto con su tío, el poeta Jaime Gil de Biedma ¿cuáles son sus mejores recuerdos?, ¿le influyó de alguna manera? Me influyó cómo mi madre me hablaba de él, cómo le brillaban los ojos. Y me influyó que hubiera un poeta en la familia para contemplar en mí misma la posibilidad de escribir. Creo que escribía con las imágenes, contaba historias, hasta que me di cuenta de que podía escribirlas pasó algo de tiempo. Cuando me fui a Barcelona, mi madre estaba un poco asustada de mi vida “hippie”, bohemia, paupérrima y venía a verme y le pedía a Jaime que la acompañara y le preguntaba incansable si yo iba por buen camino y Jaime se reía mucho y la tranquilizaba. La madre de Jaime y sus hermanas se apiadaban y de vez en cuando me invitaban a comer, que para mí era una delicia comer bien y en familia. A Jaime me lo encontraba por los bares y tomábamos copas juntos, me presentaba a sus amigos… Yo creo que conocí a Colita por él. Su poesía me hizo saber que sobre todo además del contenido, de lo que en ella se cuenta, la poesía es música, sonido, ritmo… Recuerdo mi primer poema a los diecisiete años, no sé si antes los hubo… Solo recuerdo ese, que fue premonitorio.
También en los años 70, Albert Guspi fundó en Barcelona Spectrum, una galería de fotografía, y también CIFB (Centre Internacional de Fotografia Barcelona), un centro muy importante para la cultura fotográfica de la transición española. Guspi fue su primer galerista, ¿qué significó en su carrera?, ¿cómo recuerda esa época? Albert Guspi fue muy importante para mí, un día salí de mi casa en Pasaje Martrás, en Montjuïc, con una maleta encontrada en la calle, que pinté con titanlux azul, y me dirigí al Centro Internacional de Fotografía que dirigía Albert; dentro llevaba mis primeras fotos pintadas, personajes con pulpos en la cabeza, con pescadillas, máquinas de afeitar, planchas, ventiladores… Eran mis amigos, todos coronados por mí. Albert alucinó conmigo, con mi cara de niña, mi maleta, mi timidez y con la explosión de color de lo que había en mi maleta. Y con que le dije que quería firmar Ouka Leele. Me dijo, “te voy a hacer una exposición, vete y vuelve con treinta fotos más en este estilo. Y no le digas a nadie que te llamas Bárbara, no la conozco, a partir de ahora yo solo conozco a Ouka Leele.” Yo solo pretendía crear, una marca, una forma, pero él, me gritaba si decía otro nombre. Me “adoptó”, lo que quiere decir que vio en mí un talento y una escasez de medios y entonces me dijo que todo lo que él pudiera hacer para mi aprendizaje lo hacía y me tenía todo el rato en el centro viendo películas, maravillosas como las de Cocteau, y miles de libros de fotografía. Quería apoyar mi formación, fue un padre para mí, en el sentido de creer y apoyar a la joven artista en la que él creyó ciegamente. Albert Guspi y el Centro internacional de Fotografía así como la galería Spectrum que él llevaba fueron la cuna de Ouka Leele, en Barcelona.
Ya en los 80, usted fue una de las protagonistas de la Movida madrileña, ¿qué cree que fue lo mejor de aquel fenómeno y qué cree que ha quedado? Lo mejor, fue coincidir con tantos artistas y tanto arte juntos, en la misma ciudad y dispuestos a mezclarnos, experimentar, investigar, enseñarnos unos a otros. Intercambiábamos obras, nos las regalábamos por los cumpleaños, o nos las cambiábamos por gusto. Compartíamos todo, aprendíamos unos de otros. Teníamos conciencia de que era historia lo que pasaba. Lo peor, que la parte de experimentarlo e investigarlo todo, incluyó drogas y muchos murieron demasiado pronto.
¿Cómo han influido en su trabajo la fotografía digital y el photoshop? Cuando todo esto comenzó me horroricé y creí que era el fin de la fotografía, tanto es así que decidí apartarme de la fotografía y es cuando hice los libros de serigrafía con la editorial Ahora, El Cantar de los Cantares y Floraleza. La relación con el editor dio como fruto un encargo maravilloso, un mural de casi 300 metros cuadrados en un pueblo de Murcia. Estuve dos años pintándolo y cuando terminé declaré el fin de mi etapa fotográfica, después de pintar algo tan inmenso, de tantos metros, dije “que me echen cuadros de 4 metros, ya nadie me para”. Pero, no… la fotografía siempre está al acecho, y me dieron el Premio Nacional de Fotografía nada más terminar el mural. ¡Y otra vez! Entonces preparando la exposición para el Premio Nacional, me pasé días y días retocando fotos en el laboratorio con José María Mellado y sin quererlo aprendí, acepté lo digital; José María estuvo a punto a de tirar la toalla y yo también porque no conseguíamos justo lo que yo quería. Y yo llegué a pensar que era imposible, pero investigamos tanto que lo conseguimos. Me encanta abrir puertas y encontrar preciosas habitaciones.
¿Qué ha significado para usted el Premio Nacional de Fotografía? Como acabo de decir, fue la vuelta a la fotografía. Un reconocimiento mayor y un aluvión de trabajo que hizo mi vida más estable económicamente hablando. Un honor, por supuesto. Pero en aquella época estaba queriendo dejar pasar más tiempo y que me dieran el de artes plásticas, me identificaría más con él.
En el documental La mirada de Ouka Leele, de 2010, usted dice: “Yo soy Ouka Leele, la creadora de la mística doméstica. Digo esto porque la gente se toma mis imágenes como una crítica social y es precisamente todo lo contrario, la sublimación de lo cotidiano, de lo doméstico”. ¿Podría hablar de su intención sobre esta mística doméstica? Con la sublimación de lo cotidiano estoy de acuerdo, es una filosofía muy sana. Pero no lo estoy con que no son una crítica. Porque sí son una crítica, sí son ácidas, mordaces…
También ha dicho que en un momento dado dejó de interesarle la transgresión. ¿Podría hablar de sus intereses al respecto en la actualidad? Me encanta transgredir, y justamente hoy, pintar una flor puede ser lo más transgresor. En el mural de Murcia Mi jardín metafísico me desquité pintando flores de varios metros. Mi forma de ser es transgresora, es inevitable, siempre estoy más allá haciendo honor a mi apellido Allende. Sé que somos aprendices de mago, sé que el arte es un ritual mágico y por eso soy consciente de que hemos de cuidar lo que creamos pues eso ocurre, hacemos que eso suceda, que eso sea hecho, que eso sea dicho…
¿Ha habido algún punto de inflexión en su vida que haya sido importante para su carrera, como persona y como artista? Cada minuto es esencial, cada minuto mueres y naces y allí sucede todo, allí está todo condensado si eres consciente. Pero hay hitos en mi carrera hablando desde un punto de vista menos místico. La foto que realicé en Cibeles, con 29 años, fue todo un reto, una magna opera. Expuesta al público, con tanta responsabilidad… También en los años 81, 82, 83 y 84, enfrentarme a la grave enfermedad, ver con veintipocos años la muerte rondándome, que como dije antes lo escribí en un poema a los 17 años, de ahí que tengamos cuidado con lo que pensamos y escribimos y creamos, porque no creo ahora que fuera premonitorio sino una declaración de lo que iba a pasar. Decía así: “La muerte me ha llamado/ me voy con ella/ mañana mismo expiraré a la hora en que más lo sienta/ podré así al fin, gozar la vida intensamente”. Vaya con el poemita a los diecisiete ¿no? Toda esa experiencia de muerte y de resurrección, claro que me ha marcado. Desapareció el futuro y desde entonces el instante se hizo eterno para mí.