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    Joan Gardy Artigas, mago de la tierra y el fuego

    Aprendió a hacer escultura con Giacometti, trabajó en el taller con Braque y Chagall e incluso le cortó el bigote a Dalí. Joan Gardy Artigas (París, 1938), hijo del “mejor ceramista del mundo” según su amigo Picasso, estudió en la prestigiosa Escuela del Louvre y formó parte de la exclusiva nómina de artistas representados por el galerista Aimé Maeght. El veterano escultor y ceramista nos recibe en la Fundació Josep Llorens Artigas, en Gallifa, un lugar paradisíaco del Vallès, cerca de Barcelona, donde también trabajó Joan Miró; de sus hornos han salido más de 30 murales cerámicos destinados a Egipto, Suiza, Japón o Estados Unidos. Gardy Artigas se muestra entusiasmado con la exposición antológica que le ha organizado la Fundació Vila Casas en el museo Can Mario, en Palafrugell, en la que se exponen cerámicas, pinturas, esculturas y bronces, que abarcan desde sus años de juventud hasta hoy.

    “Si volviera a nacer me gustaría hacer lo mismo que he hecho y sobre todo con la misma mujer” dice satisfecho.

    Usted nació en París y regresaron cuando se produjo la ocupación nazi, en 1940. Nací en 1938 y nos marchamos de París, sí, pero no entramos en España, nos fuimos a Ceret porque aquí estaba Franco y solo cuando se calmaron las cosas vinimos a Barcelona. Mi padre tenía el taller de cerámica en el barrio del Putxet. Siempre quiso tener hornos de leña pero, por quejas de los vecinos, decidió marcharse al campo estableciéndose en Gallifa, en 1957. A mí me gustaba el campo y vivir aquí me parecía estupendo pero, cuando hicimos con Miró el mural para la UNESCO lo llevamos en camión a París y allí mismo decidí que me quedaba; además, yo ya tenía taller de cerámica en París porque mi padre huyó cuando empezó la guerra y dejó el suyo. Pensé que querría que volviera con ellos, pero se alegró de que me quedara en París e incluso me encontró el lugar donde vivir, el Colegio de España, en la Ciudad Universitaria, y estuve allí durante 2 ó 3 años.

    De adolescente empezó a colaborar con su padre y Miró y a los 17 años se volvió a París, ¿Nunca tuvo la sensación de que los dejaba? No, no, yo iba y venía. Se ha publicado la correspondencia entre Miró y sus amigos y en las cartas que escribía a mi padre hay constancia de que cada vez que Miró venía decía: «dile a Joanet que esté en Gallifa, que voy».

    En París fue a la escuela del Louvre Estaba vinculada al propio museo y los cursos los daban los propios conservadores. Estaba muy bien porque podías assistir a las clases cuando quisieras, nadie te controlaba, así que solamente iba la gente interesada. Aprendí mucho porque tienen colecciones magníficas; en el Louvre está el Museo Guimet de Artes Asiáticas con cerámica de China, Corea y Japón. Yo estaba muy cómodo en París, trabajaba con la galería Maeght, que era la mejor de París, con grandes artistas, que eran mis amigos. Yo era jovencito y pude conocer a Picasso, Miró y Giacometti cuando ya eran mayores.

    Alberto Giacometti le animó a ser escultor. ¿Cómo era? Hablaba mucho y de vez en cuando me decía «qué, qué» para ver si le estaba escuchando; era muy simpático y humano, siempre con dudas, cosa que se percibe en su obra porque nunca acababa la forma definitiva y sufría mucho, como si no terminara de encontrar su lugar. Con él aprendí a hacer escultura. Yo tenía un horno grande pero no tenía capacidad para esculturas muy grandes y tenía que hacerlas en dos piezas y siempre quedaba una línea, que era un problema técnico; se lo conté y él me recomendó que dejara la cerámica y me pasara a la escultura, me dijo que no tenía por qué hacer la escultura en cerámica, me enseñó y así empecé a hacer esculturas en yeso, moldes y fundición. Su hermano Diego, que era muy agradable, me enseñó a hacer las pátinas del bronce. O sea que este oficio lo aprendí con ellos.

    ¿Trabajó con los fundidores de los Giacometti? Sí, sí, con la fundición Susse, en París. Miró fundía muchas cosas aquí, en la fundición Parellada, pero también en París, y yo iba a vigilar sus esculturas en la fundición para decidir las pátinas.

    ¿Cómo llegó a la galería Maeght? Cuando llegué a París ya la conocía por mi padre y me alojé un par de meses en casa de Aimé Maeght antes de irme a vivir a la Ciudad Universitaria. Cuando empecé a trabajar en serio, Maeght me dijo que le gustaba mi obra, que empezara a exponer con él, que me compraría obra, o sea que siendo joven ya tenía un gran marchante; él representava a todos los grandes, Miró, Giacometti, Kandinsky, ¡a todos!. Y estuve en su galería hasta que falleció. Para la muestra de la Fundació Vila Casas, la galería Maeght de París, que ahora lleva su hija, ha prestado obras. Me hace mucha ilusión esta exposición porque seguramente será la última y podré ver toda mi obra junta.

     Mientras trabajaba con Maeght tuvo relación con muchos artistas de la galería Recuerdo que Chagall, que era muy simpático, vino al taller de París para hacer cerámica conmigo, pero no me escuchaba, iba a la suya. Yo le decía que tenía que limpiar los pinceles; que la cerámica no es como la pintura, que no lo mezclara porque el azul cobalto tiene mucha potencia y si no limpiaba el pincel todo le saldría azul. Luego le salía todo azul y se enfadaba, yo le decía «¡te lo había advertido!».

     ¿Pero le quedaba bien? No [sonríe]. ¡Y me echaba la culpa a mí! Para trabajar en colaboración hay que ser muy amigos; mi padre y Miró lo eran y si una cosa no sale bien no le echas la culpa al otro. Pero Chagall, como yo era jovencito, me responsabilizaba a mí aunque se lo hubiera explicado antes. Total, que no hicimos gran cosa, en cambio con Miró nunca hubo ningún problema…[Marga Perera. Foto: Maria Dias]

     

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