Joaquín Risueño (Madrid, 1957), es un artista de pincel y óleo, una rara avis de su generación que huye de las etiquetas y se entrega a la factura reflexiva con exquisito rigor y pasión. La contemporaneidad de Risueño hay que mirarla con un ojo en el pasado y otro ojo en la renovación del cuadro-ventana, hasta configurar el ángulo exacto de lo contemplativo en lo indagatorio e insólito. Con una trayectoria que pronto le hizo entender su especial capacidad para la pintura, desde muy joven su obra distinta llamó la atención de Juana Mordó, con quien se estrenó en 1984. Profundo conocedor del arte en todas sus épocas, la esencia figurativa de Joaquín Risueño no le impide maravillarse con la elegancia óptica de Sempere o el neoplasticismo radical de Mondrian… “contemplar la abstracción me puede ayudar a componer conceptualmente un paisaje”. Le atrae la linealidad formal y las armonías cromáticas de los maestros primitivos nórdicos. En el Prado desgrana a Patinir, a Brueghel, a Van Eyck, y uno de sus cuadros favoritos está en el Thyssen de Madrid, Mañana de Pascua del romántico alemán Caspar David Friedrich. Sobre la pared blanca de su estudio en la calle Mayor, que conserva desde siempre, destacan los bellos verdes, grises, azules todavía húmedos del gran paisaje circular en el que trabaja. Desde su ubicación dominante, esta pieza rotunda y aérea impregna de un aroma natural sacro a la estancia semivacía. En la pared derecha, como estampas de devoción profana, reproducciones del Pierrot Gilles de Watteau que le cautivó en el Louvre, el paisaje de Delft de Vermeer del que se enamoró en el museo de La Haya en su último viaje a Holanda, o el bañista de Cezanne que tanto influyó al Picasso de Gósol y del que nuestro artista no se desprende desde que su padre le regalara siendo adolescente, un libro sobre el pintor de Aix. “Son imágenes que me han acompañado siempre y algunas se me aparecen obsesivamente”. Amalia García Rubi. Foto: Erea Azurmendi