Los mecenas Ruth y Jerome Siegel se desprenden el 22 de noviembre en Christie’s Nueva York de su colección de arte que reúne obras emblemáticas de creadores del siglo XX como Sonia Delaunay, David Hockney, Robert Indiana, Sean Scully y Fernando Botero; éste último es el autor de Una familia, un lienzo de 1997 que sale entre 900.000 y 1,4 millones de euros. Fernando Botero nació en 1932 en la ciudad colombiana de Medellín, enclavada en un valle de la cordillera andina, que entonces era una urbe relativamente pequeña y aislada. La repentina muerte de su padre, David, un viajante que falleció a los 40 años dejó en la miseria a Botero, de cuatro años, sus dos hermanos y su madre, que trabajaba como costurera. Ya de niño comenzó a dibujar y a pintar acuarelas hasta que, en 1944, un tío lo inscribió en una escuela taurina, sólo para descubrir con pesar que su sobrino estaba más interesado en las musas del arte que en convertirse en torero. Los primeros trabajos de Botero – acuarelas de toros y matadores – los vendía un hombre encargado de despachar entradas para las corridas. En 1948, a los 16 años, uno de los diarios más importantes de Medellín publicó sus ilustraciones y tres años más tarde celebró su primera exposición individual en Bogotá. Tras ganar el segundo premio en el Salón Nacional de Artistas de Bogotá con 20 años, Botero decidió ampliar sus horizontes y reservó un pasaje para viajar en barco a Europa, acompañado de un grupo de compañeros artistas. Pasó un año en Madrid copiando a los antiguos maestros del Prado, y luego se trasladó a París y Florencia para estudiar a los genios del Renacimiento italiano. Este fue un período trascendental en su vida pues hasta entonces sólo había visto el arte europeo en reproducciones. Aunque en estos primeros años frecuentó distintas academias, Botero está considerado un artista principalmente autodidacta. Su primera inspiración artística vino de los muralistas mexicanos y los maestros españoles Picasso y Juan Gris. Como Picasso, cuyo hallazgo cubista llegó tras experimentar con la construcción de una guitarra, Botero tuvo su momento ‘eureka’ en 1956, mientras vivía en Ciudad de México: “Un día, mientras dibujaba una mandolina de rasgos generosos, en el momento de hacerle el hueco al instrumento, lo hice muy pequeño y la mandolina adquirió proporciones fantásticas. Mi talento fue reconocer que algo había pasado.” El artista colombiano posee un estilo muy personal que difumina los límites entre la realidad y la ficción con figuras y objetos rotundos y caprichosos impregnados a menudo de una sutil sátira. Manipulando el espacio y la perspectiva, pone el foco en la monumentalidad de sus figuras, mostrándolas en espacios que parecen demasiado pequeños para contenerlos. En lo que siempre se ha mantenido tajante es en afirmar que no ‘pinta gordos’ sino ‘volumen’ y ‘formas sensuales’.