Con fama de ser uno de los coleccionistas más perspicaces de la escena contemporánea, jurado del Premio Turner y patrono de la Tate, el banquero de origen holandés George Loudon, se hizo un nombre por “gastar pequeñas cantidades de dinero en artistas jóvenes prometedores”. Su olfato le hizo apoyar en sus inicios a figuras como Basquiat, Damien Hirst o Angela Bulloch. Nada hacía presagiar que una inocente visita al tranquilo Museo de Historia Natural de la Universidad de Harvard iba a cambiarle la vida. Paseando por sus silenciosas salas, se detuvo ante unas flores de cristal creadas por los hermanos Blaschka. Aquella visión le subyugó (mas adelante la calificaría de “epifanía”) y en un rapto de inspiración tomó una decisión inesperada: abandonar el arte contemporáneo en favor de las curiosidades científicas victorianas. La Colección Loudon confirma el adagio de Mark Twain de que la realidad puede ser más extraña que la ficción. Las casi 200 piezas que atesora son un insólito repertorio de objetos relacionados con las ciencias naturales del siglo XIX. Originalmente diseñados para desentrañar las complejas estructuras de la naturaleza, abarcan desde libros e ilustraciones a especímenes botánicos y modelos de anatomía. Estas piezas fueron creadas por hábiles artistas y artesanos siguiendo tradiciones antiguas. Con el paso del tiempo, comenzaron a fabricarse a escala industrial para museos, escuelas y universidades, perdiendo en el camino parte de su belleza. Para explicar su filosofía personal, Loudon recurre a una máxima de Marcel Proust: “El auténtico viaje de descubrimiento no consiste en ver nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos.”