Nada más empujar la puerta de la galería Elvira González, en la calle Hermanos Álvarez Quintero, en pleno bullicio de Madrid, nos recibe una pared blanca con una frase. Parece escrita con carboncillo, con una caligrafía casi infantil. Dice: “Miquel Barceló. Flores-peces-toros”. Y ha salido de la mano del artista. Eso es lo que ha pintado en su nueva exposición, que estará abierta hasta el 29 de marzo. Los medios, el día de la presentación, se arremolinaban formando pequeños grupos de dos personas, tres o cinco, a la espera de que el artista llegara. Y llegó. No camina Miquel Barceló (Felanitx, Mallorca, 1957) con paso firme, ni tampoco con paso vacilante. Digamos que simplemente pone un pie detrás de otro. Sabe que su nombre es imán, puro imán y que tendrá que dar la cara ante las cámaras que quieren retratarle; sin embargo, se hace el huidizo sin darse a la fuga. Tiene el pelo disparado de siempre, que él se atusa aún más hacia arriba, hacia lo más alto. Y un mirar transparente de ojos pequeños y extremadamente vivos. Cuando se le pregunta por esto o aquello, Barceló de manera instintiva tiende a bajar la mirada y buscarse las puntas de los pies, como si fuera un ritual de tímido de manual: se abre la interrogación y Miquel examina sus zapatos.
¿Elige o sabe el cuadro que quiere pintar? No, nunca lo sé. Yo no planeo, como hacen otros compañeros. Tengo una idea y con ella empiezo, pero puede transformarse y lo que en principio era un motivo se va convirtiendo en otro. Mira, este cuadro es una tauromaquia ahora [y lo señala casi tocando la materia]. Fíjate en el círculo, en que todo converge hacia el centro. Se ve claramente lo que es; sin embargo, si te acercas aquí, a este borde, verás que debajo había otra cosa, estaba el mar. Que he ido cambiando de idea y lo que era un mar con peces ahora es una plaza. Cada uno de mis cuadros tiene muchas cosas debajo, está lleno de colores y en permanente transformación. Hay veces que ni recuerdo lo que quería pintar, lo que era antes de ser lo que es ahora [y lo dice frente a una plaza amarilla de buen tamaño: “quizá fue un gran reloj de sol”, deja escapar en voz alta]. Y el título que le pongo al cuadro siempre es lo último. Más que pintar lo que veo, veo lo que pinto.”
¿Qué es la plaza de toros para Barceló? El lugar en el que todo sucede, un espacio cerrado donde se dan cita la vida y la muerte y donde se cierra el círculo. Es un teatrito en el que todo pasa y que inmortaliza lo que allí ha sucedido, con su sombra, con su luz. En ese proceso de transformación la plaza no lo fue desde el principio, ni me acuerdo de lo que empecé a pintar. Quizá fuera un enorme reloj de sol. No lo sé…. [Gema Pajares. Foto © Jean Marie