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    Alberto García- Alix, la leyenda del indomable

    Blanco y negro. Chupa de cuero. Cinco motos. Dos cámaras, Hasselblad y Leica. Analógico siempre, doy fe. Me enseña los tres carretes con los que trabaja, la película, el tanque de revelado que coloca bajo el grifo mientras el agua lo inunda todo. Después extrae la película y la estira junto a la luz. Sonríe. Tres veces. “Ha ido bien”, dice. Y cuelga los negativos uno a uno dentro de un pequeño armario para que se sequen. Alberto García-Alix (León, 1956), barba cana, viste de blanco, calza zapatillas y tiene la voz rota. “Soy un superviviente, sí. Encima tiene esa coña. Es lo que me toca. La fotografía ha sido un viaje maravilloso. Es el espacio donde inventarme”. Ha muerto varias veces en 68 años. La jeringuilla se le clavó al tiempo que retrataba lo que tenía a mano. Madrid le dio todo y en Madrid lo perdió todo. París fue un ultimátum. Premio Nacional de Fotografía (1999) y Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (2019), no hay mirada como la suya. Qué no habrá visto este hombre. Representado por la galería Albarrán Bourdais, este mes es el artista invitado de la feria Estampa donde presenta un trabajo sobre la ausencia. Para leyenda, él.

    ¿La moto es una pasión? Fue mi primera gran pasión, antes que la fotografía. Y que las mujeres. Es la compañera. Siempre está conmigo. Tengo cinco.

    Al Museo del Prado ha ido desde niño, cuando su madre les explicaba a usted y a sus hermanos los cuadros que tenían delante de los ojos. En 2022 le dedicó un fantástico trabajo que presentó en PhotoEspaña Ha sido mi último trabajo, una parte del cual está ahora en Badajoz en una exposición preciosa en el Convento de Santa Catalina. Tengo un cuerpo de trabajo de unas sesenta o setenta fotos, de las se han expuesto treinta y cinco. Siempre descubro alguna nueva.

    ¿Cómo ha montado el proyecto que presenta en Estampa 2024, donde es el artista invitado de la Feria? Me han dejado hacer lo que yo quiero y he presentado un trabajo que lleva aparejada una publicación. Es un caramelo envenenado con una preparación larga. He estado sometido a una presión inmensa: no tengo tiempo para mí por las circunstancias que vivo, y lo necesito. No me ha quedado más remedio que matarme a trabajar. Y hay veces que he pensado en dar la espantada, pero la responsabilidad y el compromiso van por delante. Hace un año, la comisaria Pilar Soler Montes me encargó una conferencia para unas jornadas. Me dieron ellos el tema: la ausencia. Caray. Me puse a trabajar y escribí sobre ello. Las conferencias las doy en la oscuridad, leyendo, por puro pudor, porque no me gusta que me vean, mientras en la pantalla las fotos cuentan la narrativa. El resultado me gustó a mí y a toda mi gente. La retoqué, la mejoré y la leí después en Barcelona y me quedé con ganas de que existiera una publicación con ella. Y esto es lo que he retomado, pero con un cambio importante: las fotos antiguas que utilicé ya no me valían. Necesitaba fotos mías nuevas, que ya tenía. Ha sido como partir de cero y no sé trabajar sin arañazos, siempre lo hago a contrarreloj. ¿Cómo le pongo imagen a la ausencia? En la primera conferencia funcionaban perfectamente las fotos del pasado. Pero con las nuevas ha tomado otro cariz bien distinto.

    No deja ver su rostro en las conferencias, pero ha vuelto la cámara hacia usted y se ha autorretratado infinidad de veces. ¿No es una pura contradicción? Me he autorretratado mucho, sí, y eso no me causa el menor pudor, pero no es lo mismo que dar la cara delante del público. Cuando fotografío soy propietario de mi intimidad. Hay un hecho mucho más complejo y un juego fotográfico. Es como quien habla en público sin un papel porque tiene mucha labia. Yo, me quedo en blanco. Soy muy pudoroso. Y, además, lo quiero así porque es parte del espectáculo. No quiero que se ponga la atención en mí, sino en la imagen, que es la que habla. Lo que verdaderamente me desangra es escribir el texto. Y es el que marca la imagen

    ¿Hay algún retrato en el que se haya clavado? Todos tienen un poco de la cruz (ríe). Cada foto vive por sí misma. No sabría elegir una. Para mí, el autorretrato es un ejercicio fotográfico. Lo he hecho hasta en el Prado, con mi cara y la del león pintado por Rosa Bonheur.

    Se ha autorretratado herido, medio desnudo, entre sombras, con una jeringuilla en el brazo, con sus zapatos en la mano, sosteniendo un pájaro. ¿Cree que hoy, alguna de esas fotografías estarían censuradas? Siempre he trabajado con libertad en la toma y he decidido a quién le hago la foto. Estamos viendo un cambio de actitud general. Existe un retroceso. Las fotos que expuse en la galería Saro León a principios de los 2000 en ARCO eran retratos de gente del porno, todo desnudos. Hoy sería difícil poder colgarla o hacer una exposición de desnudos. Sería bastante complicado. La Feria, entonces, estaba abierta a todas las tendencias. Lo que vivimos ahora es una autocensura, que no va conmigo porque yo no me autocensuro, pero no me dejarían exponer las imágenes. A mí, más que el desnudo, me gusta la gente desnuda. El cuerpo humano es una arquitectura en el espacio y en el desnudo puedo jugar, no busco la belleza. Me gusta que duela. En general, la fotografía me gusta que duela. Siempre he sido muy libre, un privilegiado… [Gema Pajares. Foto: Autorretrato. El padrastro de la urraca, 2005. Cortesía Albarrán Bourdais © Alberto García-Alix]

      

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